Rodal es cuidacoches en Hill Valley, California. Semanas
atrás, juró haber visto desaparecer un auto y fue el hazmerreír de la ciudad.
El autor de esta entrevista fue a visitarlo y alcanzó la verdad del mito: Rodal
había estado cuidando el mismísimo DeLorean de Marty McFly. Y quedó enojado con
la propina.
Es viernes al mediodía y el sol parece sonreír en Hill
Valley. Desde su ostentosa posición tiñe de vivos colores los escalones del
juzgado de la ciudad, donde el reloj en la torre le recuerda que debe brillar
con esa intensidad al menos unas cinco horas más. El pasto está vestido del
verde más elegante y ninguna nube se atreve a cortar el celeste profundo del
cielo. Algún turista desprevenido podría asegurar que Hill Valley es feliz:
casi no quedan rastros de la crisis de mediados de los 80, cuando la urbe
entera, inducida por las privatizaciones de Biff Tannen, rozó las llamas del
infierno y se sumió en la pobreza más exagerada, con el propio Tannen como
dictador y emperador supremo.
“¿Sabes tú lo que significan para mí cinco níqueles, no?”, me repite Rodal. Parece estar un poco más indignado cuando suspira “cinco níqueles” una vez más. Lo cierto es que sí sé lo que significan para él cinco níqueles: nada. O mucho. Nada, porque jamás le alcanzará para beber los mismos licores con los que se emborrachan las altas esferas de Hill Valley; mucho, porque Rodal no tiene casi nada.
Rodal no cumple con los parámetros de lo que las agencias de viajes convinieron en definir como atracción turística. Es de mediana estatura, negro como el ébano, y de una piel curtida que hace errar por al menos veinte años a quien intente adivinar su edad. Vive en los suburbios de la ciudad, y él no logró ser alcanzado por los efectos de la mágica reestructuración política y económica de la metrópoli. Rodal tiene pocos dientes y barba entrecana. Rodal es cuidacoches. Rodal repite: “¿Sabes tú lo que significan para mí cinco níqueles, no?”.
—¿Qué significan para ti cinco níqueles, Rodal?
—Pues nada. O mucho. Nada porque no me alcanza para embriagarme tan putamente como lo hacen todos; mucho porque no tengo ni para la puta comida de hoy.
—¿Hace cuánto vives aquí, Rodal?
—No lo sé. Desde que tengo memoria, aunque no recuerdo cuando empecé a tener la puta memoria. Todo es igual en este condado. Todos piensan que tienen la puta memoria.
—¿No la tienen?
—Pero claro que no la tienen. Todos actúan aquí como si siempre hubieran tirado tocino al puto techo. Todos olvidan lo que era esta ciudad. Yo soy su puto recuerdo.
—¿Cuánto llevas cuidando coches?
— No lo sé, supongo que unos diez o doce años. Desde que la gente estabilizó sus bolsillos y pudo volver a comprarse un puto carro. Pero hay gente que olvida, hermano. Olvida que veinte años atrás no podían alimentarse ni con sus propias heces. Ahora ves a alguien con un buen carro y apenas te echa unos peniques por cuidárselo. ¿Sabes tú lo que significan para mí cinco níqueles? Siento tanto odio que les patearía sus putos coches. Aunque claro, entonces mi trabajo no sería eficiente. Debería impedir mis propios golpes y autodespedirme si fracasara.
“¿Sabes tú lo que significan para mí cinco níqueles, no?”, me repite Rodal. Parece estar un poco más indignado cuando suspira “cinco níqueles” una vez más. Lo cierto es que sí sé lo que significan para él cinco níqueles: nada. O mucho. Nada, porque jamás le alcanzará para beber los mismos licores con los que se emborrachan las altas esferas de Hill Valley; mucho, porque Rodal no tiene casi nada.
Rodal no cumple con los parámetros de lo que las agencias de viajes convinieron en definir como atracción turística. Es de mediana estatura, negro como el ébano, y de una piel curtida que hace errar por al menos veinte años a quien intente adivinar su edad. Vive en los suburbios de la ciudad, y él no logró ser alcanzado por los efectos de la mágica reestructuración política y económica de la metrópoli. Rodal tiene pocos dientes y barba entrecana. Rodal es cuidacoches. Rodal repite: “¿Sabes tú lo que significan para mí cinco níqueles, no?”.
—¿Qué significan para ti cinco níqueles, Rodal?
—Pues nada. O mucho. Nada porque no me alcanza para embriagarme tan putamente como lo hacen todos; mucho porque no tengo ni para la puta comida de hoy.
—¿Hace cuánto vives aquí, Rodal?
—No lo sé. Desde que tengo memoria, aunque no recuerdo cuando empecé a tener la puta memoria. Todo es igual en este condado. Todos piensan que tienen la puta memoria.
—¿No la tienen?
—Pero claro que no la tienen. Todos actúan aquí como si siempre hubieran tirado tocino al puto techo. Todos olvidan lo que era esta ciudad. Yo soy su puto recuerdo.
—¿Cuánto llevas cuidando coches?
— No lo sé, supongo que unos diez o doce años. Desde que la gente estabilizó sus bolsillos y pudo volver a comprarse un puto carro. Pero hay gente que olvida, hermano. Olvida que veinte años atrás no podían alimentarse ni con sus propias heces. Ahora ves a alguien con un buen carro y apenas te echa unos peniques por cuidárselo. ¿Sabes tú lo que significan para mí cinco níqueles? Siento tanto odio que les patearía sus putos coches. Aunque claro, entonces mi trabajo no sería eficiente. Debería impedir mis propios golpes y autodespedirme si fracasara.
No es casual mi entrevista
con Rodal: él fue el protagonista de un hecho que ocupó la primera plana de los
diarios y que robó varios minutos en el prime time de los noticieros más vistos
del país. Hoy ya no es la figurita difícil de días atrás: el vértigo de la
televisión volvió efímero el suceso y Rodal fue el de siempre. Las noticias y
la población volvieron a olvidarlo.
—¿Cómo fue que desapareció aquel
vehículo?
—No lo sé, hermano. Sólo avanzó. Tomó velocidad. Echó unos putos rayos al suelo y se esfumó mágicamente. Ya lo he dicho una y mil veces. No es mi culpa si no me creen.
—Rodal, todos te han echado el mote de loco. Tienes ahora tu chance de contar la verdad. ¿Vas a decirme que ese hecho no afectó en lo más mínimo tu trabajo?
—¿Y a ti qué te parece? Imagina un cuidacoches al que le desaparece uno de sus carros. ¿Tú imaginas la mala publicidad que eso significa? ¿Tú se lo dejarías? ¿Tú tienes coche? ¿Tú sabes lo que significan para mí cinco níqueles?
—Sí, lo sé. ¿Quién manejaba aquel automóvil?
—Lo conocen todos en Hill Valley. Debe ser del servicio técnico de la torre del reloj. Ha salido en la televisión reparándolo. Un hombrecillo con cara de adolescente, chaleco y unas tenis ridículas a su edad. Un verdadero fanfarrón, que de niño andaba en patineta todo el tiempo. Cinco níqueles fueron su propina. ¿Sabes tú lo que signi…
— Espera Rodal. ¿Cómo era aquel vehículo?
—No lo sé, hombre, yo lo estaba cuidando pero de lejos. Sólo me acerqué a reclamar mi puta propina cuando vi que el hombre subía para irse. Era un armatoste gris. Abría sus puertas para arriba, eso sí. Sólo había uno así en Hill Valley y lo manejaba el científico de aquí. Ése sí era amable con la propina. Ha llegado a dejarme diez dólares por pocos minutos de puta atención. En cambio este diablillo me deja cinco míseros níqueles.
—¿Qué hiciste cuando te dejó esos cinco níqueles?
—Le pregunté si él sabía lo que significaban para mí cinco níqueles.
— ¿Qué respondió?
— Nada. Sólo bajó las putas puertas y aceleró. Lo corrí, insultándolo a mil demonios. Creo que allí me vio por el retrovisor y aceleró más todavía. Y fue entonces.
—¿Fue entonces qué?
—Fue entonces que se hicieron esas putas líneas de fuego en el piso y el carro desapareció por completo. La policía preguntó por el ruido y les conté qué había pasado. Que me habían dado sólo cinco níqueles de propina.
—No lo sé, hermano. Sólo avanzó. Tomó velocidad. Echó unos putos rayos al suelo y se esfumó mágicamente. Ya lo he dicho una y mil veces. No es mi culpa si no me creen.
—Rodal, todos te han echado el mote de loco. Tienes ahora tu chance de contar la verdad. ¿Vas a decirme que ese hecho no afectó en lo más mínimo tu trabajo?
—¿Y a ti qué te parece? Imagina un cuidacoches al que le desaparece uno de sus carros. ¿Tú imaginas la mala publicidad que eso significa? ¿Tú se lo dejarías? ¿Tú tienes coche? ¿Tú sabes lo que significan para mí cinco níqueles?
—Sí, lo sé. ¿Quién manejaba aquel automóvil?
—Lo conocen todos en Hill Valley. Debe ser del servicio técnico de la torre del reloj. Ha salido en la televisión reparándolo. Un hombrecillo con cara de adolescente, chaleco y unas tenis ridículas a su edad. Un verdadero fanfarrón, que de niño andaba en patineta todo el tiempo. Cinco níqueles fueron su propina. ¿Sabes tú lo que signi…
— Espera Rodal. ¿Cómo era aquel vehículo?
—No lo sé, hombre, yo lo estaba cuidando pero de lejos. Sólo me acerqué a reclamar mi puta propina cuando vi que el hombre subía para irse. Era un armatoste gris. Abría sus puertas para arriba, eso sí. Sólo había uno así en Hill Valley y lo manejaba el científico de aquí. Ése sí era amable con la propina. Ha llegado a dejarme diez dólares por pocos minutos de puta atención. En cambio este diablillo me deja cinco míseros níqueles.
—¿Qué hiciste cuando te dejó esos cinco níqueles?
—Le pregunté si él sabía lo que significaban para mí cinco níqueles.
— ¿Qué respondió?
— Nada. Sólo bajó las putas puertas y aceleró. Lo corrí, insultándolo a mil demonios. Creo que allí me vio por el retrovisor y aceleró más todavía. Y fue entonces.
—¿Fue entonces qué?
—Fue entonces que se hicieron esas putas líneas de fuego en el piso y el carro desapareció por completo. La policía preguntó por el ruido y les conté qué había pasado. Que me habían dado sólo cinco níqueles de propina.
Rodal está enfadado. Rodal
es el retrato marginal, el vivo recuerdo de lo que fue la pobreza en Hill
Valley. Lo que le duele a Rodal no es el dinero o la falta de él. Es la falta
de solidaridad de su pueblo. El exitismo. El disfrute en tiempos benévolos y el
olvido de la lucha. Parece ser feliz Hill Valley. Pero es una felicidad
hipócrita.